No debe sorprender, en el país que revivió o mantiene
a flote al priismo, la multiplicada presencia de una crítica que añora volver
al arte del siglo XIX. El peso que Avelina Lésper ha adquirido recientemente en
medios de comunicación audiovisuales, impresos y electrónicos no preocupa ni
espanta, principalmente, porque en su campo de interés –las artes visuales que
ella pretende regresar al paradisíaco estado de las artes plásticas- hay
suficientes críticos y teóricos que apuntalan y enriquecen el pensamiento
detrás de las formas contemporáneas de la especialidad. Incluso, aunque no se
compartan sus ideas, se agradece su refunfuño porque, en efecto, el poder del
ramo está en manos de los curadores y sus escuelas profesionales hace tiempo
que incorporaron las teorías y prácticas que tanto irritan a dicha crítica.
Personalmente, sin embargo, hay que lamentar que
esa visión del arte haya desplazado en Letras
Libres –una revista que también da fuertes coletazos al sentir que se queda
atrás de su tiempo- a María Minera, una especialista que, por razones
familiares, se ocupaba de vez en cuando pero con gran brillantez del teatro.
Lo preocupante, me parece, es que los teatreros
locales la admiren y enarbolen sus causas con dramática y ficticia frecuencia.
Porque en esta parcela, el poder del teatro y su perpetuación por medio de sus
escuelas continúa en manos de gente cuyos referentes artísticos fundamentales
siguen siendo stanislavskianos y cuyos referentes del pensamiento contemporáneo
no suelen ser muy amplios. Y porque en ella, la crítica sigue siendo o una
notita semanal sobre las obras en cartelera o una voz impertinente a la que hay
que desactivar descalificando antes que nada al crítico.
El último de los artículos de Lésper difundido en
las redes sociales de los teatreros es una diatriba contra el performance art a
propósito de la presentación de un libro al respecto, y viene como anillo al
dedo a los defensores del teatro-teatro, es decir aquel basado en un drama y
sustentado en la pretendida y sacrosanta ficción. No he leído el articulo sino
por encima, pero con eso basta para afirmar un par de cosas. En primer lugar,
el artículo reproduce la estrategia recurrente de Lésper, ya señalada
justamente por María Minera en una polémica que sostuvieron y le costó la
chamba a la segunda, que consiste en descalificar a una práctica o una
disciplina por sus malos ejemplos. Algo así como descalificar a la pintura con las
manzanitas de Marta Chapa o pasarse la escultura por alguno de los cientos de
arcos del triunfo de Sebastián. O descalificar al teatro por el noventa y cinco
por ciento de las obras que –hoy como siempre- se montan en él.
Pero lo triste de que los teatreros celebren su
artículo está en la naturaleza de algunos de sus argumentos. Uno de ellos el
que se refiere a la centralidad del cuerpo en el performance y su pretendida mitificación.
Una vez más, el ejemplo encierra la trampa: ¿que el Marqués de Sade dijo mucho
más que todo el performance junto? De acuerdo, pero también Shakespeare dijo
más sobre la condición humana que todo lo que puedan decir los teatreros de las
redes sociales juntos, y a nadie se le ocurre pedir entonces que dejen de hacer
teatro. Pero, sobre todo, muestra una profunda ignorancia respecto a la naturaleza
misma de lo performativo; si algún teatrero cree que un libro –por brillante
que sea- comunica u ofrece una experiencia de percepción igual a la de un
cuerpo presente, que se ponga a hacer literatura porque nada tiene que hacer en
la escena.
(Por cierto, la propia Lésper se mete el pie al
señalar la cauda de tormentos, torturas, ejecuciones públicas y castigos que a
lo largo de la historia han marcado nuestra percepción del cuerpo. Bueno, pues
si esos ejemplos no fueron deliberadamente performance, por lo menos pueden ser
estudiados como tales.)
La otra descalificación que me incumbe, porque
tiene todo que ver con el arte del actor, y por que yo estuve ahí, es la relativa
a la gran retrospectiva de Marina Abramovic en el MOMA. Mi crónica e incipiente
reflexión sobre ella puede verse aquí. Y en la descalificación,
otra vez la ignorancia o la mala fe: ¿que Abramovic hace performances protegidos
por policías y los muros de El museo? Lésper ignora entonces (y la
documentación estaba ahí, en el museo) Lips
of Thomas, el performance de 1975 donde el público intervino para salvar de
un posible shock a Abramovic y da pie a todo el libro de la investigadora
teatral Erika Fisher-Lichte, Estética de
lo performativo (Abada Editores, 2011). Tampoco se enteró que el
performance central, The Artist is
Present, fue la conclusión de un largo ciclo realizado en múltiples
espacios públicos.
Es decir que Lésper leyó alguna reseña del
acontecimiento o pasó por ahí sin detenerse a mirar o definitivamente no le
interesan las artes de la presencia, a lo que tendría todo el derecho siempre y
cuando no pretenda escribir sobre ellas. Pero que los teatreros celebren la
descalificación de esa acción del teatro más puro -dos seres enfrentados uno al
otro, el establecimiento de una condición abierta acotada al hecho estético o
ritual donde todo es posible, y el desafío de la percepción ordinaria gracias a
una condición de presencia adquirida por medio de la ruptura de los límites del
cuerpo- significa que han entendido muy poco sobre la naturaleza del teatro,
sobre esa experiencia del instante “que dice mucho más” que las obras completas
de Luisa Josefina Hernández ilustradas sobre un escenario.
No soy un entusiasta del performance art y creo que
es pronto –si “toda la historia del performance” no tiene más de cuarenta años-
para saber los alcances y posible permanencia del género como tal; algunas de
mis dudas están en la crónica de Abramovic en el MOMA. Tampoco comparto la idea emancipatoria de los
performanceros de definirse siempre con una negación del teatro, pues el
terreno donde ambas formas se superponen resulta evidente y esencial para
comprenderlas. Pero en cambio sí estoy seguro que los estudios o la teoría del
performance han abierto un campo fascinante de relaciones para el arte y la
recuperación de sus relaciones con lo social. Nadie que se haya echado un
mínimo clavado al fenómeno puede negar que ha sido una auténtica bocanada de
oxígeno y por eso no puedo entender que los teatreros prefieran seguirse
asfixiando en sus salas a la italiana, con sus prácticas rituales completamente
desgastadas y adorando un repertorio que es ya poco más que un museo de cera.
Su rechazo acrítico de todo lo que huela a
performance también significa, por cierto, que no han visto mucho teatro en los
últimos veinte años y, por tanto, no pueden apreciar la enorme influencia (el
mejor capítulo del libro de Hans-Thies Lehman, dicho sea de paso) de lo
performativo en los grandes ejemplos del teatro actual, incluido el magnífico
trabajo de nuestras Lagartijas (El rumor del incendio), donde el
material central de la realización escénica salió –para rabia de Avelina
Lésper- de la “casa de la mamá de la artista”.
(Las imágenes tomadas para esta nota corresponden a tres trabajos escénicos de Josef Nadj, Jan Fabre y Heiner Goebbels imposibles de comprender sin ese sentido de lo performativo).
Bueno pues, para acabarla de arruinar, esta
ignorancia o falta de actualización podrían haber encontrado al menos un
paliativo en el libro de Richard Schechner (Performance
Studies) que, después de casi diez años, acaba de publicar el FCE. Pero
resulta que por otro prurito conservador, en este caso de orden lingüístico, el
traductor Rafael Segovia Albán decidió ignorar las discusiones que durante unos
veinte años han tenido lugar en los medios académicos respecto al empleo del
término, y, por sus castellanas pistolas, tradujo Performance como
Representación, con lo cual el mamotreto de 600 pesos sirve sólo para limpiarse
algún espacio bien conservado del cuerpo. Así las cosas.
Rodolfo