jueves, 29 de agosto de 2013

Sobre Avelina Lésper, el performance y el conservadurismo… no sólo de los teatreros mexicanos




No debe sorprender, en el país que revivió o mantiene a flote al priismo, la multiplicada presencia de una crítica que añora volver al arte del siglo XIX. El peso que Avelina Lésper ha adquirido recientemente en medios de comunicación audiovisuales, impresos y electrónicos no preocupa ni espanta, principalmente, porque en su campo de interés –las artes visuales que ella pretende regresar al paradisíaco estado de las artes plásticas- hay suficientes críticos y teóricos que apuntalan y enriquecen el pensamiento detrás de las formas contemporáneas de la especialidad. Incluso, aunque no se compartan sus ideas, se agradece su refunfuño porque, en efecto, el poder del ramo está en manos de los curadores y sus escuelas profesionales hace tiempo que incorporaron las teorías y prácticas que tanto irritan a dicha crítica.

Personalmente, sin embargo, hay que lamentar que esa visión del arte haya desplazado en Letras Libres –una revista que también da fuertes coletazos al sentir que se queda atrás de su tiempo- a María Minera, una especialista que, por razones familiares, se ocupaba de vez en cuando pero con gran brillantez del teatro.

Lo preocupante, me parece, es que los teatreros locales la admiren y enarbolen sus causas con dramática y ficticia frecuencia. Porque en esta parcela, el poder del teatro y su perpetuación por medio de sus escuelas continúa en manos de gente cuyos referentes artísticos fundamentales siguen siendo stanislavskianos y cuyos referentes del pensamiento contemporáneo no suelen ser muy amplios. Y porque en ella, la crítica sigue siendo o una notita semanal sobre las obras en cartelera o una voz impertinente a la que hay que desactivar descalificando antes que nada al crítico. 


El último de los artículos de Lésper difundido en las redes sociales de los teatreros es una diatriba contra el performance art a propósito de la presentación de un libro al respecto, y viene como anillo al dedo a los defensores del teatro-teatro, es decir aquel basado en un drama y sustentado en la pretendida y sacrosanta ficción. No he leído el articulo sino por encima, pero con eso basta para afirmar un par de cosas. En primer lugar, el artículo reproduce la estrategia recurrente de Lésper, ya señalada justamente por María Minera en una polémica que sostuvieron y le costó la chamba a la segunda, que consiste en descalificar a una práctica o una disciplina por sus malos ejemplos. Algo así como descalificar a la pintura con las manzanitas de Marta Chapa o pasarse la escultura por alguno de los cientos de arcos del triunfo de Sebastián. O descalificar al teatro por el noventa y cinco por ciento de las obras que –hoy como siempre- se montan en él.

Pero lo triste de que los teatreros celebren su artículo está en la naturaleza de algunos de sus argumentos. Uno de ellos el que se refiere a la centralidad del cuerpo en el performance y su pretendida mitificación. Una vez más, el ejemplo encierra la trampa: ¿que el Marqués de Sade dijo mucho más que todo el performance junto? De acuerdo, pero también Shakespeare dijo más sobre la condición humana que todo lo que puedan decir los teatreros de las redes sociales juntos, y a nadie se le ocurre pedir entonces que dejen de hacer teatro. Pero, sobre todo, muestra una profunda ignorancia respecto a la naturaleza misma de lo performativo; si algún teatrero cree que un libro –por brillante que sea- comunica u ofrece una experiencia de percepción igual a la de un cuerpo presente, que se ponga a hacer literatura porque nada tiene que hacer en la escena.

(Por cierto, la propia Lésper se mete el pie al señalar la cauda de tormentos, torturas, ejecuciones públicas y castigos que a lo largo de la historia han marcado nuestra percepción del cuerpo. Bueno, pues si esos ejemplos no fueron deliberadamente performance, por lo menos pueden ser estudiados como tales.)


La otra descalificación que me incumbe, porque tiene todo que ver con el arte del actor, y por que yo estuve ahí, es la relativa a la gran retrospectiva de Marina Abramovic en el MOMA. Mi crónica e incipiente reflexión sobre ella puede verse aquí. Y en la descalificación, otra vez la ignorancia o la mala fe: ¿que Abramovic hace performances protegidos por policías y los muros de El museo? Lésper ignora entonces (y la documentación estaba ahí, en el museo) Lips of Thomas, el performance de 1975 donde el público intervino para salvar de un posible shock a Abramovic y da pie a todo el libro de la investigadora teatral Erika Fisher-Lichte, Estética de lo performativo (Abada Editores, 2011). Tampoco se enteró que el performance central, The Artist is Present, fue la conclusión de un largo ciclo realizado en múltiples espacios públicos.

Es decir que Lésper leyó alguna reseña del acontecimiento o pasó por ahí sin detenerse a mirar o definitivamente no le interesan las artes de la presencia, a lo que tendría todo el derecho siempre y cuando no pretenda escribir sobre ellas. Pero que los teatreros celebren la descalificación de esa acción del teatro más puro -dos seres enfrentados uno al otro, el establecimiento de una condición abierta acotada al hecho estético o ritual donde todo es posible, y el desafío de la percepción ordinaria gracias a una condición de presencia adquirida por medio de la ruptura de los límites del cuerpo- significa que han entendido muy poco sobre la naturaleza del teatro, sobre esa experiencia del instante “que dice mucho más” que las obras completas de Luisa Josefina Hernández ilustradas sobre un escenario.

No soy un entusiasta del performance art y creo que es pronto –si “toda la historia del performance” no tiene más de cuarenta años- para saber los alcances y posible permanencia del género como tal; algunas de mis dudas están en la crónica de Abramovic en el MOMA.  Tampoco comparto la idea emancipatoria de los performanceros de definirse siempre con una negación del teatro, pues el terreno donde ambas formas se superponen resulta evidente y esencial para comprenderlas. Pero en cambio sí estoy seguro que los estudios o la teoría del performance han abierto un campo fascinante de relaciones para el arte y la recuperación de sus relaciones con lo social. Nadie que se haya echado un mínimo clavado al fenómeno puede negar que ha sido una auténtica bocanada de oxígeno y por eso no puedo entender que los teatreros prefieran seguirse asfixiando en sus salas a la italiana, con sus prácticas rituales completamente desgastadas y adorando un repertorio que es ya poco más que un museo de cera.

Su rechazo acrítico de todo lo que huela a performance también significa, por cierto, que no han visto mucho teatro en los últimos veinte años y, por tanto, no pueden apreciar la enorme influencia (el mejor capítulo del libro de Hans-Thies Lehman, dicho sea de paso) de lo performativo en los grandes ejemplos del teatro actual, incluido el magnífico trabajo de nuestras Lagartijas (El rumor del incendio), donde el material central de la realización escénica salió –para rabia de Avelina Lésper- de la “casa de la mamá de la artista”.

(Las imágenes tomadas para esta nota corresponden a tres trabajos escénicos de Josef Nadj, Jan Fabre y Heiner Goebbels imposibles de comprender sin ese sentido de lo performativo).

Bueno pues, para acabarla de arruinar, esta ignorancia o falta de actualización podrían haber encontrado al menos un paliativo en el libro de Richard Schechner (Performance Studies) que, después de casi diez años, acaba de publicar el FCE. Pero resulta que por otro prurito conservador, en este caso de orden lingüístico, el traductor Rafael Segovia Albán decidió ignorar las discusiones que durante unos veinte años han tenido lugar en los medios académicos respecto al empleo del término, y, por sus castellanas pistolas, tradujo Performance como Representación, con lo cual el mamotreto de 600 pesos sirve sólo para limpiarse algún espacio bien conservado del cuerpo. Así las cosas.

Rodolfo