lunes, 25 de octubre de 2010

jueves, 14 de octubre de 2010

Los críticos de la crítica (II de II)


¡Que haiga nivel!

Exigencia de un creador norteño para participar en una mesa redonda (contada por Heriberto Norzagaray)


Más allá de su labor analítica de una obra o una serie determinada de obras, la crítica es también construcción de referentes, escudriñamiento de las relaciones que esa obra artística sostiene con otras obras, con ciertas líneas y corrientes, en el marco de una idea sólida y subjetiva del teatro. Idea que debe defenderse con firmeza al tiempo que se está dispuesto a que sea rota o enriquecida en la confrontación. En ese sentido, resulta admirable la apertura crítica de un joven Jorge Ibargüengoitia que hacía trizas al mundo entero mientras que era uno de los primeros en reconocer el interés del trabajo escénico de Jodorowski, antítesis del teatro que el propio crítico desarrollaba.

Ejemplos radicalmente opuestos abundan entre nuestros hacedores, como el de la actriz Luisa Huertas descalificando (mesas de análisis de la XXVIII MNT) una puesta en escena de enorme complejidad y brillantez como Hipnódromo de José Antonio Cordero con el argumento de que “le falta al respeto a Ibsen”; como si a fuerza de interpretar brujas y videntes pudiera hablar con los muertos y defender sus intereses. O el de Sandra Félix, que en una conferencia que sostuvimos al alimón (UDLA, Puebla), descalificó mi entusiasmo por El veneno que duerme de Ricardo Díaz afirmando “no se oía ni se entendía nada” e ignorando que, justamente, ese trabajo planteaba la exigencia al espectador de abandonar una actitud pasiva, seleccionar sus recorridos y reconstruir sus propias interpretaciones.

Pero la joya de esta ceguera frente a creaciones que cuestionan con brillantez nuestras ideas la aportó otra actriz, Martha Verduzco, cuando acompañada de su hermano que arrojó el programa de mano al escenario (y quien recibió a cambio el epíteto de “bastardo” por una actriz cien por ciento brechtiana), abandonó el Teatro Julio Castillo en medio de la representación de Un tranvía llamado América, la brutal crítica de la sociedad norteamericana de hoy que realizara el elenco de la Volskbühne bajo la dirección de Franz Castorff.

Nuestros creadores acríticos muestran claramente una incapacidad para leer otras propuestas escénicas que conduce, más temprano que tarde, al propio estancamiento.


Fotos: Luz Adriana Obregón


Pero quizás más importante aún es el hecho de que la crítica no sólo indaga en la naturaleza de un arte, sino fundamentalmente en las relaciones que ese arte establece con otras artes, otros saberes y, al fin y al cabo, con el estado del mundo; y que nuestros creadores acríticos padezcan de una ceguera definitiva frente a otras disciplinas y otras artes.

Ejemplos de esto último abundan en el medio y van desde los dislates de un Jaime Chabaud que reclama a los creadores “de vanguardia” que espanten al público –como si el lema mismo de la vanguardia no hubiera sido épater les bourgeoises-, o de Enrique Singer que del mismo modo clamaba por “un teatro comercial de vanguardia”, hasta el total ensimismamiento de Luis de Tavira que pasó los últimos veinte años haciendo discursos sobre la mímesis mientras la escena y el pensamiento del mundo entero, justo en ese periodo, ponían en crisis la idea misma de la representación.

Pero la joya de la falta de actualización y discernimiento de lo que sucede en otros territorios la aporta José Caballero (Paso de Gato núm. 36): “Si bien las artes plásticas y visuales son campo fértil para toda suerte de extravagancias y excentricidades… (...) pensar que una obra es artística gracias al discurso que la acompaña me parece una tomadura de pelo”. Amén de un conservadurismo digno de una abuela franquista frente a un cuadro de Picasso, su “parecer” implicaría sacar las obras de Duchamp de los museos y borrar toda la historia del arte conceptual.

Cocinados (y fritos) en su propia salsa, nuestros dioses cada vez más imperfectos se miran el ombligo y cuando levantan la vista, se extrañan que la sala esté vacía o el público (pura “gente de teatro”) aplauda simplemente como gesto de urbanidad.

Por su parte, la falta de interlocución con la sociedad -que no significa por supuesto sujeción a sus dinámicas- se manifiesta en ellos por medio de una inversión de la perspectiva crítica que señala inclinaciones, fenómenos y puntos de encuentro entre el teatro y la realidad, entre el teatro y sus espectadores. Aislados gracias a una sordera social crónica, enturbiada generalmente por una visión políticamente correcta, y o a la inmediatez de sus reacciones epidérmicas -que viene a lo mismo-, estos creadores son incapaces de hacer una lectura del mundo y ejercer la escucha de las necesidades del espectador que determinen la pertinencia de su obra. “Necesidades expresadas espontáneamente con insistencia y recogidas de modo propositivo en otros campos del quehacer humano y artístico”.

Así es posible que Luis de Tavira siga repitiendo –sin citar desde luego la fuente- “si todo es teatro nada es teatro” y no complete la ecuación dejando de hacerlo (que cambie el mundo en lugar de cambiar al teatro), o que, frente a la insistente necesidad de democratización que se expresa en todos los campos de actividad en nuestro país, siga recogiendo adeptos y dineros estatales cobijado por la vieja idea marxista de “formar a la sociedad” y produciendo un teatro que no tiene otra relación con ésta sino la imposición colonialista de un bien cultural.

Negando la crítica, que debe denunciar estas y otras sorderas, los creadores rechazan un acompañamiento analítico, un diálogo de especialistas sin el cual es imposible desarrollar una conciencia del propio oficio y el vislumbre de nuevas perspectivas. Y, de paso, sumen a la producción teatral en el caos de oportunismos y azares, en la ausencia de identidades y auténticas jerarquías artísticas (no políticas o burocráticas) en que nos encontramos.

La negación de la crítica conduce, dada su función política, a un desastre del teatro institucional que no puede depender exclusivamente -como aquel cuyo único objetivo es multiplicar su inversión- del “juicio mediocre de la taquilla”. Carecer de lectura de líneas y tendencias, de referentes y jerarquías, de diálogo con los diversos sectores sociales, se traduce en teatros sin identidad, en programas y proyectos apoyados por chantaje, por preferencias políticas de la administración en turno, por la simple rutina, por la accesibilidad a bolsas y recursos económicos y nunca por razones estrictamente artísticas. Al fin y al cabo, en la falta absoluta de claridad respecto a la función social del teatro.

Ahora bien, en el desprestigio de la crítica existe desde luego una responsabilidad de esa crítica periodística que, ante la ausencia de otros espacios y gracias a sus propias limitaciones, asume una condición subordinada y hace caso omiso del consejo de Usigli: “La crítica ignora, cuando la bajeza de la obra no se alza hasta ella”. La descripción descontextualizadora de obra tras obra, su juicio aislado de trayectorias, de relaciones, la falta de claridad respecto a la posición defendida por el crítico, comienza y termina –como dice Luis Mario Moncada en su presentación de la crítica de Ibargüengoitia- “por avalar un estado de cosas”; en convertirse (aunque se ejerza en un periódico de izquierda o una revista “contestataria”) en una crítica oficial, al servicio del poder cultural.

A todos ellos sin embargo habría que ofrecer las palabras de Samuel Johnson, el gran editor de Shakespeare: “no puedo reprocharles su ignorancia, ni prometerles que estudiando crítica se vayan a volver, en general, más útiles, más felices o más sabios.”

Rodolfo


viernes, 8 de octubre de 2010

Los críticos de la crítica (I de II)




El día que la mataron

Rosa estaba de suerte

Popular


El lugar común, cuando se habla de la crítica teatral en México, es la afirmación que autoafirma: “no existe”. Y con eso los hacedores de teatro creen que se liberan de la necesidad de ejercerla. Ignoran, en primer lugar, una tradición que se remonta a Gutiérrez Nájera, Rodolfo Usigli o Xavier Villaurrutia, pero incluye también a críticos como Antonio Magaña-Esquivel, Jorge Ibargüengoitia o Esther Seligsson, entre muchos otros; y confunden el ejercicio de hacer una breve reseña los domingos para un periódico o revista con la ineludible necesidad de “examinar las razones que un teatro –o cierta idea del teatro- otorga a su existencia”.

Desde luego, la cuestión de las relaciones entre crítica y creación ya había sido zanjada por Baudelaire al afirmar que así como sería un “prodigio” que un crítico se convirtiera en poeta, “es imposible que un poeta no contenga a un crítico”. Quizás por eso es que nuestro teatro carece de poetas, porque sus hacedores son, por lo regular, muy pobres críticos.


Unos cuantos ejemplos y algunas perlas

Al presentar un libro que reune buena parte de la crítica y los ensayos de Antonio Magaña-Esquivel, Fernando de Ita afirma: “... en cuanto Dios crea al mundo, crea también al demonio de la crítica; es decir, la conciencia de la creación. De ahí su vocación y su desprestigio original: criticar a Dios, esto es, al creador, es el principio y el fin de la crítica, en el sentido literal, material, espiritual, convencional y revolucionario de la palabra. Si el creador no hubiera creado, en su divina contradicción, al vigilante de su fatuidad, no sería Dios, el ser más pulcro del universo”.

Desde la soberbia de ese dios imperfecto implícito en la afirmación que De Ita hace siguiendo una metáfora propuesta por el propio Magaña Esquivel respecto a las relaciones entre “el día del juicio y el día de la creación”, Jorge Ballina, Philippe Amand, Mónica Raya y otros diseñadores escénicos, critican a sus críticos (Paso de Gato núm. 30, “Los escenógrafos ante la crítica”), de una manera muy elemental: “no saben de valores plásticos e historia del arte”, “cuáles son los referentes del diseño”. Sólo Ballina menciona el sentido dramático y, sobre todo, de una manera demasiado tímida, la experiencia del espectador, ese elemento fundamental al que la escenografía debería contribuir y que el crítico prolonga e idealmente profundiza.

Lejos de ello, y a fuer de obtener premios otorgados por jurados que no vieron las obras, la hipertrofia del diseño escénico de estos dioses poco pulcros ha terminado por sepultar toda experiencia escénica y forjar un pensamiento que Roland Barthes ya había calificado hace cincuenta años como una “patología”. Pensamiento que se expresa en esta joya anónima que antecedía a la exposición Proyectos mexicanos para la WSD (XXX MNT, 2009): “La selección de 8 escenógrafos, vestuaristas e iluminadores mexicanos entre los mejores del mundo, eleva la creación escénica de nuestro país a categoría de Arte. La creación escénica se torna entonces en un arte por sí mismo, adquiere vida propia, más allá de ser un vehículo para la difusión de un discurso”.

Todo en este texto es anacrónico: su ignorancia de los diseñadores escénicos mexicanos de otras generaciones, su mentalidad colonizada, su concepción “plástica” de la escenografía, y hasta el hecho de escribir arte con mayúscula.


Fotos: Luz Adriana Obregón


Demasiada fatuidad que por supuesto impide ver a la crítica –siguiendo a Magaña-Esquivel- como un mal necesario fomentado por la ausencia de autocrítica, de una capacidad de lectura de los fenómenos y las obras producidas. La crítica es ante todo una actitud y una disposición permanente a poner(se) en duda.

Un ejemplo de la ausencia de esta disposición nos lo ofrece la siguiente anécdota: cuando una crítica uruguaya de visita en México me preguntó “¿qué tal ese Woyzeck (de Agustín Meza), yo le respondí “muy bonito” y ella pegó un grito “¿cómo puede ser un Woyzeck bonito?”. Al contar esto a un colega cercano a la producción, éste me comentó: “Todo el mundo le dice a Agustín lo mismo. Pero él cree que lo están halagando.”

No es de extrañar entonces que un ejercicio estricto de la crítica por un tercero cree cerrazón y hasta resentimientos. Situación que se ve agravada porque la mayor parte de los creadores ignora que el crítico a su vez ejerce bajo la esfera de la justicia divina y que no es en absoluto impune: “él juzga la obra, pero el público también lo hace y de paso, juzga al crítico.”*

Rodolfo

*Hecho que se verifica ya en las publicaciones electrónicas –como ésta- donde la cadena de juicios críticos puede conducir al vértigo. Y siendo coherentes con ello, mucho agradeceremos tus comentarios a este y otros artículos de La isla de Próspero.