martes, 20 de diciembre de 2011

De concursos y cosas peores




Con enorme cariño para los rústicos de estopa


El Concurso de Teatro Universitario promovido por la Dirección de Teatro de la Unam, a pesar de su gran aceptación, se convirtió hace tiempo en una más de las bienintencionadas piedras en el camino al infierno.

En su defensa, habría que establecer antes que nada que todos los concursos en materia artística son y han sido absurdos. Empezando por los certámenes atenienses. Y que esto nada tiene que ver con los resultados, pues estos rara vez reflejan la realidad y dependen siempre de unos criterios nunca especificados. De hecho y dada la propia experiencia como participante o jurado de alguno de estos concursos o premios, yo llegué a asegurar que en ellos el ganador es siempre un buen segundo lugar. Y esto antes de que mi amigo Carlos Gil me hiciera saber que este fenómeno tiene incluso un honorable título literario: “el efecto Goncourt”.

Así pues, ya alguien cercano al prestigiado premio literario francés había observado el fenómeno no poco común de que cuando dos o más miembros del jurado defienden obras diferentes como ganadoras indiscutibles, la decisión termina por empantanarse abriendo espacio para un tercero en discordia que se eleva con el premio (o el segundo lugar en el cual todos coinciden, a juzgar por mis propias observaciones).

En fin, otorguemos la gracia de creer que ningún otro factor (externo) influye en estas siempre discutibles decisiones y volvamos al concurso de la Unam y sus aspectos perjudiciales.


Foto: Luz Adriana Obregón

En este caso el asunto central está en los criterios o la falta de ellos en la elección de las obras finalistas y, desde luego, las ganadoras. Criterios, me temo, que dependen única y exclusivamente de las preferencias (por no decir los gustos) y las concepciones de los miembros del honorable jurado. O yendo más lejos, de los consabidos mecanismos de consagración que garantizan el predominio de una única visión estética. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo.

El asunto es particularmente claro en la categoría central del concurso, aquellas obras dirigidas por maestros y que, generalmente, corresponden a trabajos de titulación de los estudiantes que aspiran a hacer de su presencia en los escenarios una profesión. Pero bien puede extenderse al resto de las categorías. Porque aquí justamente el concurso parece funcionar como puerta grande (es un decir) o alfombra de entrada “al medio”. Y al hacerlo, contribuye a distorsionar –por si hiciera falta todavía- el sentido de esos trabajos, fundamentales en el proceso formativo.

¿Qué se pone en la balanza en esos casos? A juzgar por los resultados observados en años recientes, las obras mejor terminadas; es decir, aquellas que empiezan por la elección de un buen texto y terminan en la organización de un espectáculo (y aquí la opresiva sombra del concepto puesta en escena hace su poderosa aparición...) arropado por una lucidora escenografía, vestuario e iluminación (... sombra que va acompañada desde luego por un sistema de producción que determina su estética); y en cuyo último lugar queda siempre el desempeño de los actores.

De donde surge una pregunta fundamental, ¿qué vale más, ya no digamos en un concurso universitario sino en un trabajo producido aún en condiciones escolares: un producto escénico logrado donde los estudiantes pasan a segundo plano o donde resuelven mejor o peor conforme a la visión estética de otros; o un trabajo quizás menos logrado pero que abre un horizonte de desarrollo artístico para los futuros profesionistas o donde estos comienzan a fraguar una visión propia de la escena?


Foto: Luz Adriana Obregón

Me parece que la respuesta debería definirla cada una de las escuelas –de acuerdo con sus objetivos y visión del teatro-, pero que en todo caso haría imposible que estas escuelas tan diferentes “concursaran” en un espacio común con criterios parejos para ambas.

Por supuesto, en mi particular entender del teatro, la experiencia de un trabajo final en las escuelas de actuación tendría que guiarse por el segundo criterio. Muy lejos de quienes piensan que estas obras son un puente hacia la vida profesional, para mí –insisto- representan quizás la última posibilidad de que el estudiante pueda confrontarse con un proceso de creación artística en condiciones protegidas; es decir, libre de las exigencias y renuncias que implica la idea predominante del profesionalismo. Mientras que el mentado puente sólo conduce –una vez más, en mi opinión- al vacío de las convicciones y la afirmación del status quo, la reproducción acrítica de un estado de cosas.

No olvidemos que -como he subrayado una y otra vez- las escuelas de actuación, desde Stanislavski, fueron una garantía de pureza artística frente a los condicionamientos y las taras de la corrompida práctica profesional.

Y esta práctica hoy, a diferencia de la época de la reforma stanislavskiana, está definida por la estética y los modos de producción, pero sobre todo por las jerarquías y las relaciones políticas de la puesta en escena, cuyo agotamiento parece no ser percibido por el grueso de los hacedores y los responsables de las políticas formativas en nuestro país.

Al respecto, y abonando a lo expuesto en nuestra Agenda sobre la enseñanza de la actuación y la formación teatral. pueden verse las palabras de Gabino Rodríguez en la entrevista que recientemente publicó Antonio Castro en Letras Libres:

Sin embargo veo que hay un agotamiento de cierta generación, que por desgracia sigue en la toma de decisiones. La Compañía Nacional sigue y seguirá siendo poco emocionante, poco interesante mientras está dirigida por Luis de Tavira. Su problema no es la falta de recursos, sino la falta de visión artística, de imaginación. Yo pienso que están deteniendo el progreso del teatro nacional. Siguen teniendo mucha influencia en las escuelas. En general, el sistema de validación del teatro mexicano –quién escribe de teatro, quién piensa sobre teatro, la MuestraNacional– es un sistema tan arcaico que no permite renovar nada.

Palabras que coinciden plenamente (la contradicción se resuelve en la última línea de la entrevista) con el optimismo que un Romeo Castellucci manifestaba frente a la desaparición en el contexto europeo de las grandes figuras de la puesta en escena, figuras que a su entender ya habían vampirizado al teatro por demasiado tiempo.

Rodolfo

P.S.

En un texto de Shaday Larios encuentro el nombre de otra escuela que como la de Giessen, hace ver en sus implicaciones conceptuales lo arcaico de nuestras escuelas de actuación, o peor aún, de "literatura dramática": la Facultad de Creatividad y Artes Performativas de la Universidad de Leiden.

P.S. 2
Lucía Serra, egresada de la Universidad de San Francisco, me comenta que la especialidad en la que ella se graduó en esa universidad jesuita de California lleva por título: Artes performativas y justicia social.

1 comentario:

  1. A todo esto, me surge una pregunta ¿Por qué la gente se esmera tanto en ensayar una obra de teatro, para solo presentarla una vez en la primera ronda del dichoso festival? ¿En verdad vale tanto la pena ganar el concurso?

    Por otro lado yo veo ejemplos como el Festival Performagia que tiene lugar en el Museo Universitario del Chopo, como sede principal (pues muchas veces el Festival llega hasta Tijuana o Ciudad Juárez)también los encuentros de Spoken Word y Slam-poetry que no tienen hogar fijo y solo brotan como hongos. Si bien en México no hay carreras o maestrías en Artes performativas, eso no quita que estén sucediendo en el país y que muchas tengan una muy buena calidad. Creo que la Academia no lo es todo y nunca formara visiones artísticas, esas solo las crea la persona a partir de su sensibilidad. Una maestra me decía, que cuando se habla de países subdesarrollados, tenemos que especificar que es en subdesarrollo económico, pues hay países con un desarrollo cultural y artístico igual al de las grandes potencias económicas. En cualquier lugar puede surgir un individuo con una gran imaginación y conmovernos hasta los huesos y sin necesidad de ganar un concurso.

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