En un texto recopilado en mi libro A escena, he comentado las grandes semejanzas entre las características del ensayo literario y la práctica esencial que posibilita tradicionalmente al teatro (el proceso de ensayos), así como la cercanía entre la estructura del género y el concepto de puesta en escena. Sin embargo, el tema no deja de ofrecer nuevas y apasionantes aristas.
En fechas recientes, dos críticos
literarios, Heriberto Yepez y Luigi Amara sostuvieron una polémica en torno de
la singularidad del ensayo literario frente al ensayo académico que derivó de
una consideración del Fonca, denunciada antes por Yepez, donde –para variar- se
convierte en norma burocrática una tendencia particular que defiende sus
concepciones artísticas y que de paso –de forma consciente en los cínicos o
instintivamente en el caso de los ignorantes- protege sus privilegios. Por lo
pronto, sólo quienes están del lado del ensayo-ensayo pueden gozar de las becas
para escritores del fondo, como sólo quienes parten de un texto dramático
pueden acceder a los beneficios del 226
bis.
La polémica pues fue desatada por
la crítica que Yepez hizo
a un texto de Amara
publicado en Letras Libres. No era desde
luego la primera vez en que Heriberto Yepez abogaba por la incorporación de
metodologías de investigación y del análisis teórico, tal y como se practica en
la academia, para dar al ensayo un estatuto de conocimiento que vaya más allá
de las tradicionales interpretaciones subjetivas y las proezas del lenguaje del
ensayo clásico, tal y como lo ha redefinido Luigi Amara.
Pero la discusión se enmarca desde
luego en un plano mucho más amplio relacionado con la función que las prácticas
artísticas cumplen en un mundo que ha sufrido modificaciones radicales y, por
ende, a la adecuación necesaria de su pensamiento y sus estrategias para
incidir en ese nuevo contexto. Incluso, en una relativización de la figura del
artista tal y como la entendemos a partir de la época moderna (de elegido de
las musas a integrante de las masas). Para mí, ese es el eje del nuevo
debate recogido por Letras libres entre
dos pesos completos: Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky. Y, reconociendo la
capacidad y brillantez en los argumentos del Nobel peruano (o los del mismo
Luigi Amara), y mis propias formación y afinidades, no puedo dejar de sentir el
conservadurismo que anida detrás de ellos: en las palabras con que María Minera
cierra su exaltada intervención en este último debate, “cerrar los ojos antes
que entregarse al juego de la realidad.”
Es ese el conservadurismo –sin
argumentos- que encuentro en los defensores del teatro-teatro. Al punto que uno
de ellos se me reveló cuando, en medio de una acalorada discusión sobre un plan
de estudios en ciernes, me dijo: ‘Rodolfo: tenemos un magnífico whisky, ¿para
qué desperdiciarlo en coctelitos?’ Que equivaldría a decir, ‘¿para qué
preocuparse del performance, la instalación, el video o el arte conceptual (ni
hablar tampoco de las políticas de la mirada), si tenemos unas magníficas
pintura y escultura?’ Justo lo que implica el tránsito entre la idea de las
artes plásticas y las artes visuales.
Pero volviendo al terreno del
teatro y el debate inicial, me parece que el giro por el que aboga Heriberto
Yepez implicaría igualmente para la escena la conversión de las figuras del
director o el actor, de intérpretes de un universo ajeno al de investigadores de
una realidad circundante, y de artistas o creadores a diseñadores u operadores
de los dispositivos de visibilidad que den cuenta de ella. Para lo cual el
desarrollo de la reflexión y las metodologías académicas resultan
fundamentales.
No desconozco, y he sido alguien
que los ha subrayado reiterativamente, los vicios que se engendran a la par del
desarrollo del conocimiento académico, sus propios mecanismos de consagración,
control burocrático y aislamiento del mundo, pero tampoco a éste puede
juzgársele –como señala Minera en relación al arte contemporáneo- por sus
ejemplos más fallidos.
Por el contrario, luego de una ya
larga zambullida en las aguas de la investigación y la teoría, en fechas
recientes he podido constatar (lo mismo en Xalapa que en Monterrey, en el DF o
en San Luis Potosí) que el nivel de éstas se ha elevado claramente en diversas
zonas del país, a diferencia del teatro-teatro donde talleres, cursos,
coproducciones, van y vienen y donde funcionan casi una veintena de
licenciaturas, sin que esto se refleje en los trabajos sobre los escenarios ni
mucho menos en la relación con los públicos potenciales.
De hecho, este giro conceptual
daría salida –y se dará naturalmente- al divorcio que ya existe entre la
formación universitaria y las prácticas escénicas, un tema al que dedicaremos
un comentario a detalle.
RO
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