1.
El
27 de abril del 2011 se publicó en el blog La isla de Próspero un texto de mi
autoría llamado Fe de erratas o por qué
no apruebo la 226bis. Y dado que se me invita a reproducirlo o
reflexionarlo, prefiero hacer lo segundo.
El
texto de marras que cualquiera puede consultar se trataba de un asunto de
emergencia y así fue escrito: como muchos compañeros, sin saber bien a bien de
qué iba el asunto de la 226bis, fui corriendo a hacer bola a la Cámara de
Diputados el día de la votación. Total, que de la redacción de la iniciativa que
entonces leí al texto que se publicó, la diferencia era notable: la ley pasaba
de apoyar “proyectos de inversión en la producción
teatral nacional” a “montajes de obras dramáticas”. Repito pues mi conclusión:
No, definitivamente me retracto de mi adhesión al 226 bis, por una razón
muy sencilla: tal como está redactada es inequitativa, favorece a un solo modo
de producción y deja fuera otro tipo de propuestas escénicas que, en un país
democrático y en un ámbito plural, no pueden ser dejadas de lado sin que de esa
manera se lesionen derechos básicos.
Que por “determinada obra teatral” y “producción teatral nacional” se
entiendan productos culturales que requieren de “obras dramáticas” para ser
validados como tales, es tan absurdo como considerar que el contrato
matrimonial sólo ampara a parejas compuestas por ambos sexos; o que a ciertos
derechos sólo pueda acceder el varón, entre 25 y 60 años y casado; o que no se
pueda registrar civilmente a un hijo concebido fuera del matrimonio. Vamos, si
en la ejecución de los derechos a postular por un financiamiento del Estado,
por teatro se entiende aquél que se hacía hacia 1950, vamos también quitándole
a las mujeres el derecho a votar.
Y, en efecto, en tanto que desde 1990 hasta la fecha, la mitad de mi carrera
escénica y la de muchas personas dignas de admiración (en México y el resto del
mundo) se ha hecho sin recurrir a una obra dramática, sin menoscabo de su
calidad, no puedo menos que manifestar mi completa disconformidad.
Quien o quienes hicieron la enmienda, lo hicieron con ignorancia o con
mala fe. Y eso es algo que no puedo apoyar.
A
esta retracción puedo sumar ahora el que en el colectivo intentáramos cumplir
sin éxito los requisitos de la convocatoria, sobre todo por mi negativa a ser
una extensión de la Secretaría de Hacienda para andar haciendo auditorías a las
empresas y debido a que simplemente no hallamos negocios cuyo porcentaje de ISR
alcanzara para algo más que chicles.
Ahora
bien, las razones esgrimidas en el último párrafo sonarán, ante todo para
quienes obtuvieron el respaldo, pura holgazanería o, aún peor, pruritos de
artista puritano.
Les
concederé la razón a cambio de imaginar que este asunto es más complicado de lo
que parece, pues hasta donde diversas investigaciones nos dejan ver, iniciativas como éstas no son sino consecuencia
de movimientos sociales más generales y, desde
varios puntos de vista, mucho más graves.
2.
Quien
haya tenido la decencia de pararse temprano en las últimas dos muestras
nacionales de teatro para asistir a las mesas de discusión de políticas
públicas organizadas por el Citru, tendrá elementos para imaginarse en qué
contexto aparecen iniciativas como la 226-bis: primero (como demostró el
investigador Bolfy Cottom en Campeche), se trata de resoluciones hechas por un
Estado en retirada de los compromisos adquiridos como administrador de recursos
sociales: educación, salud, cultura, etc. Si bien el modelo paternalista es
detestable, no es el único modelo imaginable para un Estado,[2]
y el problema mayor ha sido cuando el reculamiento estatal viene acompañado por
el empuje de la voracidad del mercado libérrimo.
El
asunto no es nuevo (y esto ya no es de Cottom, sino parte de mi estudio actual):
la crisis del 2008 y la que está pasando por Europa, [3]
proceden de la insistencia en la piedra de toque del (neo)liberalismo afianzada
bajo las imposiciones reagan-tatcheristas: que el Estado deba apartarse de la
regularización de los servicios públicos y de toda transacción mercantil, para que los mercados puedan competir en
libertad, y dando por hecho su capacidad de autorregulación. (Justamente estas crisis provienen de que los mercados sean
incapaces de autorregularse, al punto de que en la última reunión de Davos los
dueños del mercado mundial dieron por falsa la tesis smithiana de la “mano
invisible” y se plantean algo así como “el relevo del capitalismo”).
Esta
sencilla premisa (dejar al mercado la libertad de
acción sobre el cuerpo social) depende de un giro de perspectiva acerca
de quiénes son los actores de la sociedad de mercado: no se trata de la persona
jurídica (sujeto del derecho) ni de la persona social (sujeto de construcción y
protección del Estado), sino del homo œconomicus (golem de la economía política).[4]
Este homo œconomicus tiene, a fin de
cuentas, su modelo ideal en el empresario. El neo(liberalismo) se imagina una
feliz Disneylandia construida con relaciones entre empresarios que, por
supuesto, requiere ser sostenida por trabajadores vueltos consumidores. Y
dentro de este ecosistema, en los últimos años se ha presentado un salto
evolutivo singular: la aparición del trabajador precario.[5]
No se trata ya del proletario, trabajador fordista que se suma a un engranaje
industrial con su mano de obra, y que es capaz de organizarse en sindicatos
para negociar políticas de protección a través del Estado; se trata de un ser que
se enfrenta vis a vis con las
exigencias del mercado, pues él mismo ha pasado a ser su propio patrón. Es
aquel para quien el tiempo de trabajo ha permeado toda su existencia: se
capacita sin cesar, su ocio depende no de un tiempo libre sino de tiempos para retomar
fuerzas. Un sujeto que, heredero de las luchas sesentaiochistas,[6]
no cumple ya con un horario de trabajo en una empresa: él es su propia empresa y
pone su fuerza de trabajo en labores intermitentes, con lo cual ahorra a las
verdaderas empresas (privadas o para estatales, pero a fin de cuentas las que
hacen las leyes y obtienen las ganancias) todo el dinero que el proletario obtenía en seguro
social, pensiones, liquidaciones, aguinaldos y demás prestaciones. Un
trabajador que para el que vivir y trabajar ya no tienen mucha distinción y es, por tanto, experto en el
miedo, el oportunismo y el cinismo.[7]
El trabajo precario es, pues, el summum
de la dinámica neoliberal y nadie mejor que los artistas (incluso hay teóricos
que llaman a este modelo “modelo artístico), para expresarlo en toda su
potencia. Y nada mejor que la irrefrenable aparición del modelo de “industrias
culturales”, para mostrar lo que esta dinámica está significando para la
cultura.[8]
Se entiende pues, que “iniciativas” como la 226bis prosperen entre el
precariado artístico. Pasa lo mismo que con el Fonca y con los cursos de
“autogestión”: el Estado se repliega y todo queda bajo el marco de la
competencia atomizada: el que mejor
entiende los mecanismos de competencia, más consigue. Se trata de la
instalación de una segunda naturaleza donde priva la Ley de la selva, aquí
denominada (por Rodolfo Obregón) el “arte nuevo de hacer carpetas”, donde, además:
A
lo largo de los últimos años se ha edificado una densa arquitectura
institucional compuesta de incubadoras, planes de promoción, oficinas de
información, eventos, charlas y talleres, líneas de financiación o espacios de
co-trabajo, que complementada con programas de televisión, eventos públicos,
películas libros y revistas, han impuesto un modelo empresarial muy específico
en el campo cultural: la figura del emprendedor/a cultural. Este proceso ha
venido acompañado por importantes cambios en las políticas públicas y los
discursos que las sustentan. Un ejemplo de esto es la escisión entre la
tradición que considera que el acceso a la cultura debe ser un derecho básico
de la ciudadanía garantizado por el Estado versus quien considera que la
cultura es un recurso que hay que aprender a explotar y promover como tal. Por
primera vez las políticas culturales se diseñan siguiendo fines económicos y la
cultura se valida dependiendo de su capacidad de crear riqueza o empleo. Esto
tiene consecuencias directas en el tipo de proyectos o iniciativas que se
promueven, las prácticas culturales más experimentales o minoritarias padecen
una constante pérdida de recursos y visibilidad. De forma paralela desde las
diferentes administraciones se deja de hablar de subvenciones y ayudas para
hablar de inversión pública, intentando de esta manera promover dinámicas de
carácter económico en el que el riesgo y la sostenibilidad se tornan elementos
centrales de las prácticas culturales.[9]
Y,
a mi parecer, uno de los riesgos más determinantes de estas dinámicas que
tienden a naturalizarse si no se les pone en contexto, tiene que ver con la
atomización de los esfuerzos: cada convocatoria, cada programa público
destinado a los que “hacen la cultura” está dirigido –como ha demostrado y
sigue demostrando impecablemente Patricia
Chavero-[10]
hacia personalidades particulares o personas físicas, en detrimento del empuje
colectivo.
Y
esto, sumado a que burocráticamente la otra opción pasa por la educación
príista del corporativismo (es asombroso, por ejemplo, que nadie repare en cómo
la Compañía Nacional de Teatro ha reproducido la rotación de poder que el PRI
aprendió del stalinismo y que propició “la dictadura perfecta”), lo que tenemos
para el teatro es la incentivación de resultados privados por encima de
procesos colectivos. Y que la gente de teatro sólo responda en estados de
emergencia no es extraño, ya Spinoza se preguntaba cómo era posible que la
gente luchara tanto por su esclavitud como si fuera su mismísima libertad.
Pero,
habría que insistir, esta imposición del “precariado
empresarial” no significa una condena. Implica,
para quienes imaginan otro teatro, otra cultura y otro país, la necesidad y la oportunidad
de generar espacios de diálogo que no sólo tengan que ver con nuestras demandas urgentes, sino primordialmente acerca de lo
que imaginamos que la cultura y el teatro tendrían que ser en un país tan
lastimado pero con aspiraciones democráticas. Y más aún, tal como va el estado
de cosas en nuestro país, todo esto nos
podría llevar a imaginarnos menos como artistas y más como ciudadanos con
capacidad de incidir en la construcción de las políticas públicas que tienen
que ver con la construcción de una cultura robustecida.
Y
me temo que si no cambiamos la mirada desde nuestras demandas,
hacia nuestros compromisos como ciudadanos, si no comenzamos a imaginarnos
lazos solidarios en medio de las diferencias irreconciliables entre nosotros;
en la próxima Muestra Nacional de Teatro (parafraseo a Héctor Bourges) a
nuestras obritas no vendrán espectadores curiosos, sino conciudadanos
desesperados dispuestos a saquear lo que llevemos, incluso nuestras vidas. Al
final, mutatis mutandis, ¿no es eso
lo que ya está sucediendo?
[1] Pedagogo, investigador y artista escénico. Director artístico de La
comedia humana y coorganizador de Re/posiciones, Foro de Escena Contemporánea.
[2] Véase la interesante discusión entre el mismo Cottom y Eduardo Cruz
Vázquez en la segunda mesa de Guadalajara, en 2010:
[3] En el reciente Seminario “Crisis global y Nueva crítica”, el filósofo
Eduardo Subirats y el economista Celso Garrido se refirieron a la crisis
presente desatada en 2008 como una crisis “que compromete no sólo a la
economía, sino a la propia especie humana”, FFyL, 13-14 de marzo de 2012.
[4] Sigo aquí las aseveraciones de Michel Foucault en sus cursos vertidos en
El nacimiento de la biopolítica, FCE,
México, 2007, así como ciertas interpretaciones de estos textos por Lazzarato o
Jaron Rowan.
[5] De la abundante
bibliografía sobre los conceptos de precario, precariado y precariedad,
remitiremos aquí, debido a su enfoque en la producción cultural, sólo al
artículo “Gubernamentalidad
y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y las
productoras culturales”, de Isabell Lorey, contenido en Producción cultural y prácticas
instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional, Traficantes
de sueños, Madrid, 2008, p.57.
[6] Véase el
concepto de “crítica artística” acuñado por Luc Boltanski y Eve Chiapello, en El
nuevo espíritu del capitalismo (1999), Madrid, Akal. Cuestiones de
Antagonismo, 2002. Asimismo es interesante su refutación por parte de Maurizio
Lazzarato en el artículo “Las miserias de la «crítica artista» y del empleo cultural”, en Producción cultural y prácticas
instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional, Traficantes de
sueños, Madrid, 2008
[7] Véase Paolo Virno, Gramática de la multitud, Traficantes de sueños,
Madrid, 2003. No se trata de términos necesariamente negativos, sino de
estrategias de reacción y sobrevivencia.
[8] A este respecto véase, por ejemplo, la crítica que hacen los comités de
cultura de los indignados, que consigno en la entrada “De indignados”, de La
isla de Próspero. Pero para apoyo con autoridad véase también los artículos “La
industria creativa como engaño de masas” de Gerald Raunig y “Contra
la clase creativa” de A. De
Nicola, B. Vecchi y G. Roggero, también en Producción cultural y prácticas instituyentes.
[9] Rowan, Jaron “Marcas,
sujetos-empresas y otras formas de vida contemporánea, en Revista Quimera, num. 28, febrero de 2008, y
también en http://www.demasiadosuperavit.net/?p=101, consultado el 12 de marzo de 2012
[10] Chavero, Patricia, “Producción teatral y política cultural”, en Memoria
del foro de análisis de políticas públicas relativas al sector teatro, CITRU,
pp. 9-47, en línea en http://www.citru.bellasartes.gob.mx/investigacionesenlinea/html/archivos/ec/fa/foroanalisis.pdf
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