La gran retrospectiva de William Kentridge en el Museo de Arte Moderno de Nueva York es la oportunidad de confrontarnos con un artista visual de enorme estatura, como pudieron hacerlo quienes asistieron a su exposición en el Marco de Monterrey (2006), pero sobre todo con un hombre que transita entre disciplinas volviendo al principio originario donde las diferentes artes constituyen un todo difícilmente separable y siempre en íntima relación con las formas de vida.
De ahí que el primer signo que salta a la vista en los dibujos al carbón, las intervenciones sobre libros o sus cuadros de gran formato, sea un signo político. Una objetualidad y un sarcasmo que remiten inmediatamente a la obra de George Grosz o Max Beckman.
E inmediatamente, la exposición del MOMA nos conduce a una sala oscura a observar dos filmes de dibujos animados, un aspecto fundamental en la obra de Kentridge, con sendos temas o enfoques teatrales: Ubú y La procesión. El primero realizado luego de un primer montaje de la obra de Jarry con la Junction Avenue Theatre Company (1975), donde el propio artista interpretó al Capitán y esta vez relacionado con los procesos de las Comisiones de la verdad instaurados luego de la caída del régimen del Apartheid (Ubu tells the truth, 1996); la segunda, un film con base en la técnica de sombras desarrollada con la Handspring Puppet Company -con la que escenificó entre otros al gran oprimido descrito por Büchner: Woyzeck (1992)-, en la que vemos la penosa marcha de la humanidad caracterizada por el sufrimiento y el trabajo. (Una de las obras plásticas, por cierto, que mayor impacto causó en este espectador, fue la impresión de imágenes de esta sombría procesión sobre las páginas de La enciclopedia.)
“¡Brecht! “ -pensé con el entusiasmo de la confirmación directa, para recordar de inmediato que ya mi amigo José Sánchez ha hablado, con su lucidez habitual, de esta relación en su libro Prácticas de lo real en la escena contemporánea (Visor libros, 2007).
La proyección del ciclo fílmico sobre Soho Eckstein (una especie de Carlos Slim sudafricano) y su alter ego intelectual Felix Teitlebaum, no hizo sino confirmar el diagnóstico gracias al profundo compromiso que revela esta saga de la Sudáfrica contemporánea que termina con una entrañable rememoración de la infancia en un territorio idílico, así como la invitación a la lectura de la complejidad de las relaciones políticas que contiene. Lejos de todo dogmatismo y simplificaciones panfletarias, Kentridge afirma –más allá del hecho que su recurrente autoretrato sirva para personificar en este caso a Felix: “Ambos personajes están en mí (a pesar de que la primera persona del singular se sienta como una impertinencia a todas luces inadecuada), no tanto en el sentido de un ser dividido sino del artista como un mediador entre varias y diversas facciones del ser.”
Junto a la autenticidad de su compromiso en una situación tan drástica como la vivida por los sudafricanos, destaca en la trayectoria de William Kentridge esa exploración permanente de las fronteras y los lenguajes artísticos que lo han llevado a la creación de un ciclo fílmico en homenaje a Georges Méliès y a sus fascinantes estudios para la puesta en escena de ópera. De estos últimos, la exposición del MOMA se reserva para el final dos platos verdaderamente fuertes: los estudios preparativos y diseños para La flauta mágica (2005) y una obra derivada de ella, Black Box, así como “Learning from the Absurd”, su acercamiento a La nariz de Dimitri Shostakovich estrenada a la par de la retrospectiva en la Metropolitan Opera House.
En La flauta mágica de Mozart, esa obra tan frecuentemente expuesta a toda clase de interpretaciones esotéricas o fantasías pretendidamente ingenuas, Kentridge encuentra (encruenta) un tema central de toda su obra ya desarrollado en otra versión escénica (Faustus in Africa, 1994): la relación entre conocimiento y poder. “La voz de Sarastro es la voz del amo. Como un símbolo de la Ilustración, Sarastro combina todo el conocimiento con todo el poder. En los 218 años que han pasado desde que Mozart escribió esta ópera, nosotros hemos comprobado lo tóxica que puede ser esta mezcla: la combinación de la certeza (porque con el conocimiento o la sabiduría viene aparejada la certeza de esa sabiduría) y el derecho a un monopolio de la violencia.”
El rinoceronte, otra imagen recurrente en la obra de Kentridge, con su simbólica asociación a un continente africano cuya amenazante apariencia encubre a un ser inofensivo, aparece en La flauta... bailando al son de las danzas cortesanas europeas y es asesinado fríamente en material fílmico de archivo proyectado sobre el teatrino mecánico de Black Box, para recordar el genocidio de hereros cometido por los alemanes en el sur de África en 1904. “Con Black Box, yo quería centrar la mirada en la inconciencia política de La flauta mágica, en los daños causados por un colonialismo que autojustificaba su carácter predatorio en el hecho de llevar la Ilustración al Continente Oscuro. (...) Black Box no es una secuela de La flauta mágica sino una especie de aviso sanitario que la acompaña.”
Esta misma fuerza resultante de la angustiosa dialéctica entre el optimismo de la revolución de 1917, expresado en el estilo artístico que la acompañó, y la brutalidad que terminó por sepultar a ambos, es el enfoque propuesto para La nariz, donde el enérgico humor de la música de Shostakovich da unidad a ocho proyecciones distintas entre las que sobresalen un estudio del lenguaje constructivista, diversos ejemplos de humor grotesco y absurdo, una danza nacionalista, material fílmico documental de la Rusia Soviética y la trascripción de procesos políticos que hacen palidecer a la más cruel de las comedias. “Yo no soy yo y el caballo no es mío -el título del relato de Gogol que dio pie a la ópera- es una elegía (quizás demasiado estruendosa para una elegía) tanto por el lenguaje artístico que fue aplastado en la década de 1930 como por las posibilidades de transformación humana que tanta gente anheló y en las que creyó durante la revolución. (...) El más grotesco absurdismo apenas se acerca a este teatro. Sólo el absurdo –la ruptura de causas y resultados esperados, la ruptura de un orden esperado del mundo- parece capaz de describir esta realidad”.
Amén de esta corrección a la Historia que Bertolt Brecht no se atrevió a realizar, y sin ninguna mención particular al hombre de teatro alemán, la coherencia del universo artístico de William Kentridge parece subrayar las dos mayores virtudes proclamadas por B.B.: la lucidez para discernir la verdad y la astucia para expresarla –sea sobre un escenario o cualquier otro lugar- por medios siempre cambiantes cuyo poderoso atractivo es directamente proporcional a su eficacia.
Rodolfo Obregón
Todas las citas de Kentridge están tomadas de William Kentridge, Five Themes, edited by Mark Rosenthal, New Haven and London, San Francisco Museum of Modern Art/Norton Museum of Art/Yale University Press, 2009.
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